María recibe la vocación de ser madre. Ser madre del hijo del Altísimo: del Hijo de Dios. Ella dio el consentimiento con un Si. Un "si" que encierra toda la razón de toda su vida.
Para ella la maternidad no es solamente una función, que se cumple, sino una vocación que se vive y que llena la vida entera, mostrándose como razón de todo el pasado, de toda expectativa mesiánica, de toda esperanza liberadora, de toda justicia sin realizar. Y pasa a presidir e informar todo el futuro. Es la suprema vocación posible de la mujer. Vista así la maternidad de María, se aprecia claramente su gratuidad o su índole de don superior a todo mérito e iniciativa personal. María recibe el don de una maternidad cuya iniciativa no está en ella y que se hace efectiva gracias a la intervención del Espíritu Santo que vendrá sobre ella (Lc 1,35).
Su maternidad, siendo absolutamente singular, la pone en conexión directa con la historia salvífica. Ella concibió al esperado, al prometido, al que recibirá el trono de David, al que reinará en la casa de Jacob. Y al mismo tiempo, la inserta en el centro de la historia, de cuyo protagonista viene a ser su madre.
La Encarnación, sabemos, es un misterio propio y exclusivo de Jesús. Pero carecería de sentido decir que este misterio lo aísla de nosotros. María, concibiendo y dando a luz a Jesús, es quien lo pone entre nosotros y lo hace máximamente ente cercano. Evidentemente ella tiene que estar cerca también.
Para ella la maternidad no es solamente una función, que se cumple, sino una vocación que se vive y que llena la vida entera, mostrándose como razón de todo el pasado, de toda expectativa mesiánica, de toda esperanza liberadora, de toda justicia sin realizar. Y pasa a presidir e informar todo el futuro. Es la suprema vocación posible de la mujer. Vista así la maternidad de María, se aprecia claramente su gratuidad o su índole de don superior a todo mérito e iniciativa personal. María recibe el don de una maternidad cuya iniciativa no está en ella y que se hace efectiva gracias a la intervención del Espíritu Santo que vendrá sobre ella (Lc 1,35).
Su maternidad, siendo absolutamente singular, la pone en conexión directa con la historia salvífica. Ella concibió al esperado, al prometido, al que recibirá el trono de David, al que reinará en la casa de Jacob. Y al mismo tiempo, la inserta en el centro de la historia, de cuyo protagonista viene a ser su madre.
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