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LA TERNURA DE DIOS

     San Juan de la Cruz vivió la orfandad al perder a temprana edad a su padre. Esa experiencia de ausencia lo fortalece y al mismo tiempo le abre la mente a lo trascendente y a lo valioso: Dios. Para el santo, Dios se convierte en más que un padre, es la madre cercana, atenta y amorosa. Aquella que guía con amor, que aconseja con amor y que corrige con amor. Dios, cual madre, alimenta a sus hijos con sus propios pechos, les da a beber leche caliente y sabrosa, le da a comer manjar blando y dulce, les lleva en sus brazos y les premia con regalos. Es la revelación del lado femenino de Dios. Queda atrás aquella imagen persistente del Dios de la guerra, de la venganza y de la muerte del Antiguo Testamento.  Un cambio no tanto de Dios sino más del ser humano, de su imagen de Dios, de su relación con Dios. Como dice en uno de sus dichos: Dios no se da del todo a quien no se da del todo. Lo cual nos indica que Dios se revela poco a poco en el ser humano. Siempre   ha formado parte de nuestro ser, lo único que ha cambiado es nuestra capacidad de recibirlo y de aceptarlo. A menor capacidad para recibirlo y aceptarlo menor será  para conocerlo y amarlo.
     Y la ternura de Dios nos hace libres. Como toda madre desea ver sus hijos caminar con libertad, con sus pies, con su energía y con su alegría. Y a ello va acompañado el temor de la caída. En ese afán de vernos en pies, Dios nos anima a dar los pasos de la libertad. Y con ello nos va indicado  que la niñez queda atrás, y que la adultez esta en el horizonte esperando. Es un salto gigante, de caídas, de llanto, de temor. El infantilismo no debe ocupar nuestra vida, la inmadurez no debe anidar en nuestro ser. Es hora de crecer por propia cuenta y dejarnos guiar, si queremos llegar a ser feliz, de Dios. El temor queda atrás. Y el amor de Dios nos fortalece.

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